Me costó horrores conocer su nombre, y todavía sigue pareciéndome raro. Ella es rara, adorablemente rara. La vi por primera vez debajo de un árbol con un libro entre las manos, estaba tan inmensamente angelical con esas trenzas negras que enmarcaban su pálido rostro que no pude resistir la tentación de acercarme. Cuando hice crujir una ramita seca con el pie a apenas unos metros de ella me miró con unos ojos violetas abrumadores, sí, violetas. Cualquiera pensaría que llevaba lentillas de color pero descarté la idea inmediatamente, había leído acerca de ciertas tribus cíngaras del siglo dieciocho con unos ojos como amatistas que sorprendían a cualquiera que trataba con ellos.
Ante mi cara de asombro sonrió, y siguió mirándome curiosa. Le pregunté con un hilo de voz qué era lo que estaba leyendo, y me enseñó un libro garabateado, con la portada apenas legible, “Fuego en tus manos”. Me sorprendió que bajo aquella cara infantil se escondiera una lectora de literatura morbosa, yo conocía perfectamente aquel libro.
Me dí cuenta de que las piernas que asomaban debajo de aquel encantador vestido que llevaba estaban cubiertas de magulladuras, moratones y tiritas, nunca se es demasiado mayor como para querer volar. Las cicatrices de cortes en sus muñecas le daban un aire de locura, soledad y dolor a su delicada imagen, no me atreví a indagar en ello.
Empecé a preguntar por ahí acerca de ella, pero aunque muchos en Madrid sabían quien era nadie supo decirme nada que no supiera ya, mas que su costumbre de pasarse horas y horas los domingos tumbada en el mismo pedacito de hierba del parque.
Se convirtió en mi pequeña obsesión, y el día que la vi dibujar algo en la corteza de uno de los cientos de olmos que habitan allí no pude reprimir mi curiosidad y me acerqué.
¿Qué ponía? Cloè, simplemente Cloè…